Capítulo XVII 

 

El comienzo del odio

 
 

           La guerra entre los hombres la comenzó el joven de Tari, la guerra de los lobos, el lobo blanco del Tallar. Con las primeras lluvias que preludiaban que otros colores llegarían a los bosques y cuando los ciervos machos comenzaron a llenar la noche con sus roncos bramidos, una expedición de cazadores ascendió a los llanos del alto y acampó al resguardo de los farallones de piedra que protegen la fuente de la Tobilla para aprovechar la enloquecida berrea del venado. El nuevo jefe de Tari quería además una gran cornamenta para ponerla en la entrada de su cabaña.

           El lugar era propicio y decidieron que lo utilizarían como campamento durante algún tiempo, al menos hasta la llegada del frío. Estaba relativamente cerca de la Roca, y cuando la cantidad de carne era ya importante, se mandaba un mensajero, venían mujeres y algún joven y se la llevaban al poblado. Los cazadores evitaban así la continua pérdida de jornadas de caza y allí en la Tobilla no les faltaba de nada. Habían levantado, pegados a la roca y aprovechando algunas oquedades, pequeños refugios cubiertos donde extender sus pieles, los fuegos ardían alegres y no les faltaba calor ni comida. Era un lugar propicio.

           El lobo del Tallar y todos los lobos de los hombres parecían encontrarse también a sus anchas. Cazaban con los hombres por el día y volvían a por sus raciones de comida a la atardecida. Pero en la noche, encabezados por el lobo blanco, desaparecían. A los hombres no les importaba demasiado. Sabían que no solían andar lejos y, por otro lado, siempre quedaba alguno de los más pequeños, al que ataban, para estar vigilante y dar la alarma si alguien venía.

           El Blanquino, el ya poderoso lobo del Tallar, sabía sin embargo qué buscaba. Una deuda de sangre debía ser saldada. Su manada había sido muerta y él ahuyentando. Había sido un lobo desterrado, y la presencia del lobo del Badiel señoreando aquellos cazaderos era una espina que no había dejado de herirle en la entraña. Cada vez que el lobo invasor aullaba, el lobo del Tallar sabía que alguna vez tendría que enfrentar aquel aullido, ahogarlo y expulsar para siempre aquellos lobos invasores. Cierto que los habían hecho correr ante ellos y que ahora, cuando atravesaban su territorio en compañía de los hombres, huían, pero la cuenta pendiente, la deuda de sangre, era entre lobos. Los criados en Tari no lo sabían, aunque el que había nacido sobre la fuente del Jabalí la tenía muy presente. Por eso se llevaba a la manada por la noche y los congregaba en coros de aullidos retando cada luna a su enemigo.

           El lobo del Badiel no había permanecido tampoco inactivo al ver invadido su territorio. Había comprobado que los hombres en la noche no se movían del campamento de la fuente y que eran sólo los otros lobos los que salían a aquellas descubiertas de desafío. Primero, cauto, no respondió al reto, pero, reuniendo también a los suyos, se dispuso a dar un escarmiento a aquellos lobos intrusos que olían cada vez más a humano. Un olor que ya no era propiamente olor de lobo.

           Durante algunas noches se acecharon y, al fin, una se encontraron en los bordes del navazo. Allí donde la hembra del Tallar había enseñado a matar a su hijo Blanquino. En medio del enorme chaparral se abría aquella pradería, apenas pespunteada por algunos espinos salvajes, una pequeña depresión que en invierno se convertía en una somera laguna y que solía aguantar encharcada hasta bien entrada la primavera. Era un lugar muy querencioso para los corzos que venían a pastar aquellos tiernos y frescos brotes y a encamarse bajo la sombra de los olorosos espinos. También el jabalí aprovechaba las últimas humedades para restregarse en ellas acabando por hacer en las zonas más hundidas revueltas y sobadas bañas.

           Los lobos llegaron, con la media luna luciendo arriba, a los dos extremos opuestos del navazo y se observaron, sabiéndose enfrente, sin querer salir todavía ninguno a campo abierto. Lo hizo primero el del Tallar. Rígido, avanzando con las patas envaradas, el hocico adelantado, las orejas alerta y los colmillos desenfundados, enseñando al otro la largura de sus caninos.

           El del Badiel repitió el rito y avanzó en idéntica posición hasta estar casi hocico con hocico, diente con diente. Luego giraron, costado contra costado, lomo con lomo. El lobo del Tallar atacó con saña entonces. El gruñido torvo, tanto tiempo contenido, se desparramó en furiosos mordiscos buscando la yugular del enemigo. El poderoso lobo del Badiel, fuerte y macizo, vencedor tantas veces, no supo replicar a tanta saña, a tanto odio acumulado. Pronto se vio que el Blanquino llevaba claramente la iniciativa, que siempre era quien aparecía encima, que al rodar por la hierba era quien más duramente y mejor asestaba la dentellada y quien prevalecía. El lobo badielino, ya casi rehuía, cuando un nuevo ataque le hirió sañudamente en sus ijares. Supo que había perdido y ensayó el viejo gesto inhibidor de la dentellada del enemigo. Hizo ademán de encogerse y retirarse. Con ello tendría que haber sido suficiente. El otro sería el señor de su manada y el padre de las nuevas crías. Pero el lobo del Tallar proseguía en su insania y en su ataque. Quería la sangre. El lobo del Badiel se dio cuenta de que quedaba la huida, abandonar el campo. El otro apenas le perseguiría. Proclamaba su derrota y aceptaba la sumisión ante el nuevo líder.

           Logró, como pudo, zafarse de la presa de su adversario y escapó raudo hacia un costado del navazo. Pero en su código no estaba la vesania de su enemigo. Éste no le dio tregua y se lanzó tras él con mayor furia todavía y fue a alcanzarlo al lado de uno de los espinos donde los corzos hacían sus camas. Cayó sobre su costado y lo derribó en el suelo. El del Badiel aún intentó apaciguarlo, pero cuando supo que el otro sólo buscaba el cuello, ya era tarde. Su nuca estaba entre los poderosos caninos de su vencedor. Éste apretó la presa con la más profunda de las rabias. Crujió un hueso, se quebró una vértebra y el lobo del Badiel, vencedor tantas veces, dominador de tanto cazadero y tan extenso territorio, rodó entre estertores y pataleos por la hierba ensangrentada.

           Los lobos súbditos del badielino permanecían inmóviles. Su jefe estaba muerto. Un nuevo líder había logrado el liderazgo de la manada. Si alguno osaba retarlo habría de ser ahora o someterse. Y nadie insinuó siquiera un gesto mínimo de desafío. Hicieron un primer ademán de retirarse entre los chaparros, pero luego, uno a uno, salieron. El lobo del Tallar permanecía erguido, con las patas rígidas sobre el cadáver de su enemigo. Un lobo macho de la otra manada se acercó casi arrastrándose sobre las tripas y con la cola metida entre las patas. Rendía así pleitesía. El lobo del Tallar pondría su pata sobre él y el otro mostraría después la barriga y orinaría incluso en prueba de absoluta entrega al vencedor.

           Pero otra vez el código ancestral fue violado. El lobo que cazaba con los hombres no respetó la petición de tregua. Lejos de ello reanudó su ataque, se lanzó sobre el segundo lobo buscando de nuevo su yugular o su entraña. Y ante el espanto de la manada perdedora, toda la jauría de los lobos de los hombres lo imitaron y se lanzaron de pronto sobre ellos saliendo de los matorrales de enfrente, dispuestos a matar, a no dar cuartel alguno, a no respetar ni señal, ni código ni rendición convenida. Los lobos del Badiel hubieron de huir, los que pudieron, para no ser muertos, en aquella ordalía de gruñidos carniceros que se desató sobre el navazo, donde por primera vez unos lobos no respetaron la rendición a cambio de su vida, por parte de otros lobos.

           El lobo del Tallar, el Blanquino de los hombres, no quiso el mando de la gran manada de lobos libres, no quiso su viejo territorio, señorear de nuevo el cazadero, tener madriguera en la fuente del Jabalí o cuidar sus cachorros en la Tejonera. Volvió aquella noche, al frente de los suyos, hacia el campamento de la Tobilla. Los lobos de Tari le entendían como su jefe, pero, en realidad, a quien se sometían todos era al hombre.

           Los hombres comprobaron por la mañana que los lobos habían combatido la noche anterior.

           —Tienen los belfos con sangre. Han cazado anoche por su cuenta —adelantó un joven cazador.

           —No han cazado animales de pezuña. Han peleado con otros lobos. Mira sus heridas. Y han vencido.

           Cuando barruntaron la llegada de los fríos y las nieves, hombres y lobos abandonaron el campamento de la Tobilla. En señal de su paso y su dominio ante otros hombres que por allí pudiera pasar, pero también de respeto a otras fuerzas poderosas de los cielos, grabaron en una piedra plana y redonda un sol ardiente y ofrecieron las vísceras de un corzo para que en el regreso al año siguiente les volviera a ser tan propicio. Regresaron a Tari para pasar el invierno. Y no volvieron a oír en mucho tiempo los aullidos de lobos sobre las cuerdas que bordean los llanos en alto. Pero una noche de hielo y luna muy baja de nuevo los sintieron. En algún lejano risco, sobre un viso, un lobo venido de algún lugar remoto lanzaba a todo el espacio su sostenido aullido de llamada. Otras voces de lobo contestaron.

           Los hombres de Tari se fijaron en sus lobos. Éstos habían salido y se asomaban al borde de la Roca, dirigiendo enveladas sus orejas hacia aquel sonido. El jefe de la Roca esperaba de un momento a otro desde el otero del Chorrillo oír la respuesta del gran macho. Y él lo hizo, solitario. Pero no esperaba lo que hicieron entonces los lobos de Tari. Éstos levantaron un coro de réplica. Pero no era un aullido.

           Era una voz que a veces habían escuchado a los cachorros, más corta, más contenida. Los lobos de Tari, los lobos del hombre, ladraban.

           El odio entre el lobo y el perro había comenzado.

 La hoguera
 
 

           El hombre de Tari se había adormilado, sentado en cuclillas ante el fuego. Había estado largo tiempo mirándolo arder, contemplando la llama y el ascua, y a su calor y caricia sus párpados se habían cerrado. Los abrió de golpe. Sobresaltado. Con el vello de su piel erizado. Pero no era ningún ruido más allá del círculo de su hoguera lo que le había asustado en su duermevela. Lo que sintió fueron los ojos del lobo del Tallar clavados en él. Desde el otro lado de la hoguera, el animal, echado y con la gran cabeza apoyada en sus extendidas patas delanteras, lo observaba fijamente. El hombre sintió los ojos amarillos de la fiera, aquellos ojos con el color de la miel, que brillaban con un destello intenso y ardiente a la luz de las llamas, con la llama reflejándose en el interior de sus pupilas. El hombre devolvió la mirada. Ojo sobre ojo. El lobo la mantuvo un tiempo y luego pareció molestarle, y sin rehuirla del todo, ladeó levemente la cabeza y la esquivó haciendo al mismo tiempo un pacífico gesto al reposar la cabeza y mostrar el cuello descubierto entre su zarpas. Y exhaló, además, un profundo suspiro que pareció salirle de lo más hondo del cavernoso pecho.

 

           Fue ahora el lobo quien entornó poco a poco los ojos hasta cerrarlos por completo.

 

           Salvo ese casi imperceptible movimiento, el lobo y el hombre no habían hecho ademán alguno. El hombre de Tari sí lo hizo ahora. Con una mano se acarició el vello del otro brazo, aquel en que permanecía la cicatriz dejada por aquel lobo padre cuando fueron a matar la camada de la que sólo se salvó el que ahora tenía ante él, hasta que el erizado pelo volvió a atusarse sobre la piel. El hombre lo hizo sonriendo. El lobo del Tallar era ahora y desde hacía mucho tiempo su amigo, su compañero, su olfato y su guardián.

 

           Pero aún pensó, mientras volvían a cerrársele los ojos al calor de la hoguera, ¿había hecho bien trayendo al lobo al fuego del hombre? Y, de repente, otra idea asaltó su cerebro somnoliento. Tal vez el lobo estuviera ahora pensando también si había hecho bien viniendo al fuego del hombre.

 

           La hoguera tremoló un instante en medio de la noche. El aire la agitaba entre el lobo y el hombre.